Por Fernanda Matarrita
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Fotos: Pamela Jiménez
Carlos lleva más de un año sin dormir, sus ojos cansados lo evidencian, este hombre ha sacrificado su sueño -literalmente- por defender su trabajo, por velar y cuidar su fuente de ingresos. Además del descanso ausente, sufre de un fuerte quebranto en su salud, pero esto no ha logrado debilitar el espíritu de un luchador.
Tiene una contextura fornida, casi alcanza el 1.80 de estatura, su piel es morena; su cabello: crespo y rebelde; sus manos fuertes pero cuidadosas poseen las características indispensables para realizar el trabajo que aprendió hace 50 años, cuando apenas tenía cinco. Su ímpetu es grande e invencible.
Su voz ha mermado un poco, suena distinta a la que escuché por primera vez cuando le llamé para concretar esta entrevista en su negocio, un local que está completamente “tirado” hacia la calle, ubicado 200 metros al norte de Torre Mercedes en Paseo Colón.
“Zapatería Panamá”, es un galeroncito de unos dos metros cuadros, llama la atención por su aspecto, tamaño y sobre todo por encontrarse en un lugar inhóspito, en el lote de unos 1000 metros cuadrados en el que se ubica solamente está él, todas las demás edificaciones que permanecieron durante años en el sitio fueron echadas abajo.
Pequeño por fuera, muy amplio en su interior, así es este pequeño gigante que almacena cientos de pares de botas, algunas herramientas imprescindibles para el trabajo del calzado, centenares de historias y muchísimos desvelos.
Su aspecto no es para nada ostentoso, pero sus colores llamativos lo hacen notarse en medio de una jungla de concreto e imponentes torres, aunque no cuenta con la misma vitalidad de hace algunas décadas y en ocasiones se sienta agonizante, se mantiene firme porque tiene un aliado que no está dispuesto a dejarlo caer.
Lucha y desvelo
Carlos ha alquilado durante muchos años el espacio del que meses atrás lo quisieron desalojar, sin embargo, su astucia lo hizo burlar el plan. Él arrienda el localcito en el que se ubica la Zapatería Panamá, sitio que sirvió de trabajo para su padre, quien le heredó el oficio, pero no la entereza que lo mantiene hoy al pie del cañón.
Carlos me cede un pequeño banco y acomoda bolsas y libros que tiene en este pequeño castillo de zapatos, fajas y algunas jackets, sabe que esta conversación va para largo, él se ha vuelto muy paciente, ya se acostumbró a ver los amaneceres cada día durante el último año, qué más da concederme unas cuantas horas.
Calzado de diversos diseños y colores, especialmente botas tipo vaqueras son testigos inertes de todo lo que aquí acontece. Carlos utiliza zapatos negros con cordón, son bastante modestos, discretos y de buena calidad, van muy bien con él.
Bajo sus ojos se observan unas grandes bolsas, producto del cansancio y sueño acumulado, su vigor ha mermado, taciturno empieza a contarme su situación actual y causante de que exteriorizara una fuerza que ni siquiera tenía conciencia de poseer.
Dice que todo sucedió en agosto del año 2014, cuenta que al inicio era un rumor, pero que cada vez tomaba más fuerza, “decían que esta propiedad se convertiría en un parqueo, que venderían el lote”.
Las personas continuaban murmurando, sin embargo, Carlos no sabía con exactitud qué estaba ocurriendo, era testigo de cómo llegaban señores a tomar medidas del terreno. Un hecho hizo que él cayera en cuenta de que algo estaba pasando:
“De un momento a otro, dejaron de cobrarnos alquiler, a mí me entró la malicia”. Casualmente un cliente que es abogado llegó a su zapatería y Carlos le comentó sobre su situación.
“Daniel Ortiz, es abogado, me asesoró y decidimos acudir a un juez para adjudicarle el pago mensual del alquiler a los dueños. Él me dijo que si el asunto se llegaba a complicar me ayudaba llevando el caso; lo primero que hice fue pedirle al juez un número de cuenta judicial para hacerle los depósitos a los propietarios de este local”.
En diciembre del mismo año sucedió lo temido, los dueños llegaron al lugar que ocupa, solicitando el desalojo, en ese instante se toparon con la sorpresa de que él había cancelado mensualidad tras mensualidad y que por ese motivo no podían sacarlo del sitio.
“Cuando vinieron (los dueños) a cobrarme y a pedirme que firmara un papel (en el que se autorizaría el desalojo), yo saqué todos los documentos en los que se probaba que el pago de mi alquiler estaba siendo consignado”, recuerda con cierto aire de alivio.
Luego de varios procedimientos legales un juez declaró que Carlos es inamovible de la propiedad. “Siempre lo he dicho: yo estoy en este lugar y mi defensa es la razón, no ocupo ni un bate ni un bastón, las cosas no se ganan a la brava, yo considero que soy un hombre pacífico”.
Desde entonces los meses han transcurrido, tuvo que anteponer su descanso para cuidar lo suyo. Cuenta que cuando se demolieron los demás locales, el que estaba pegado al suyo fue totalmente arrancado, dejando así a la intemperie la parte trasera de su zapatería.
“Todo pasó de un momento a otro, yo me fui un momentito a coser unos zapatos porque a la clienta le urgían, al llegar me topé con semejante sorpresa. Si usted ve por detrás, aprecia como el negocito está totalmente apuntalado, yo lo hice solo durante una noche”.
Ante el empinado panorama, él tenía dos opciones: retirarse o seguir adelante, la primera alternativa no estaba entre sus planes.
La poca seguridad del local y robos cometidos a casas y negocios cercanos, hicieron que Carlos no titubeara en cambiar la comodidad y calor de su cama y sábanas, por una silla y varios abrigos, no podía exponerse a perder la gran inversión que significa la mercadería que tiene en su zapatería.
“Estando aquí he recibido amenazas me han dicho que quieren tirarme una bomba molotov, un carajo vino y me lo dijo descaradamente, le dije: “hágalo, pero hágalo bien, porque si logro atajarla, se la devuelvo.
En otra ocasión agarraron un puño de periódicos y los lanzaron, ¡estando yo adentro, intentaron quemar este negocio! Al suceder esto acudí a la fiscalía, y ahí abrimos un portillo pero no acusando directamente a nadie, ahí está archivado”.
Poco más de un año tiene luchando contra corriente, aunque judicialmente la situación parece favorecedora, grandes sacrificios por defender su amor por el oficio le han causado severos daños en su salud, las noches en vela expuesto a los fuertes vientos y fríos que penetran su pequeño negocio, y el mal dormir unas tres horas diarias en la casa de su madre, cobran una cara factura, a esto también hay que agregarle la disminución en sus ventas.
“Hay que batallar con un cliente que busca un zapato más “barato”, sintético, quieren mucha más variedad de estilos. Tengo una ventaja y desventaja, yo vendo uno o dos pares de botas de cuero, pero le vuelvo a ver la cara al cliente hasta dentro de cuatro o cinco años”.
Cree en lo que hace y en el servicio brindado, por eso no se echa para atrás, aunque las ventas han caído ha logrado sobreponerse y lleva al día el pago del abogado, alquiler del local y manutención de su madre.

Raíces
El 20 de diciembre de 1960, en Pérez Zeledón nació Carlos Aguilera Jiménez, hijo mayor de don Carlos Antonio Aguilera y Lidia Jiménez.
A los 5 años se lo trajeron a la ciudad capital, momento en el que su progenitor empezó a laborar en la Zapatería Panamá, tiempo en el que el pequeño Carlitos también entró al mundo del cuero, los hilos, las hormas y suelas.
Carlitos alternaba sus estudios primarios y secundarios con el oficio de zapatero, también llevó unos cursos de diseño, un español fue su profesor y le recalcó a don Carlos Antonio que su hijo traía el talento nato, su habilidad hacía excelente mancuerna con el oficio. Durante 12 años exactos estuvo acompañando a su padre, llegó hasta cuarto año de colegio y se apartó del negocio familiar para explorar un mundo más allá del que ya conocía.
Carlos Aguilera estuvo alejado cerca de 26 años, durante ese tiempo se dedicó a trabajos varios, uno de los que destaca es su labor como guarda de seguridad para la Curia Metropolitana.
Estuvo casado, pero se divorció hace poco más de siete años, con cierto aire de nostalgia y melancolía me recalca que él no se separó de su esposa, sino que “se divorciaron de mí”. De su único matrimonio nacieron tres hijos: Edson Francisco, Davinia Lorena y Victor Manuel, con los que habla de manera esporádica vía telefónica, dice no tener el contacto que desearía con ellos.
Hace 12 años el destino hizo que Carlos Aguilera volviera a sus raíces, la muerte de su padre Carlos Antonio lo devolvió a la Zapatería Panamá, su madre doña Lidia quedó sola y él gustoso se haría cargo de la mujer más importante de su vida.
“Al morir papá, alguien tenía que tomar las riendas del negocio, alguien tenía que respaldar a mi mamá”.
Actualmente vive con ella en San José, en Barrio los Ángeles exactamente y a un kilómetro de distancia de la zapatería, mi mamá me ha dicho “tu papá no se hubiera metido en todo esto”, suspira repitiendo las palabras de su madre y a la vez recordando a su papá quien dice fue un hombre bastante duro.
Carlos asumió la responsabilidad porque no podía dejar un legado que tiene 55 años, “gracias a este oficio mi papá nos formó a mis hermanos y a mí, nos dio sustento y estudios, aquí me hice grande”.
A pesar de tener cinco hermanos más, dos de ellos varones, Carlos dice que nadie más podía hacerse cargo del negocio que fue heredado por don Francisco Aguilera –su abuelo-, quien trabajó el calzado hasta el último día de sus 99 años.
Mientras conversamos sobre sus hermanos, recuerda una situación que le dejó un gran sinsabor, “voy a contarle algo que a nadie le he comentado”, me dice, inmediatamente comienza a narrar el acontecimiento con un tono de lamento.
“Cuando echaron abajo los negocios de esta propiedad, uno de mis hermanos tenía un negocio al lado del mío, y a él no le importó arrancar su parte dejando un “huecarón” en el mío, él fue contratado por los dueños del lugar y no esperó a que yo llegara para proceder, lo único que me dijo fue ‘quien es mandado no es culpado’”.
En medio del tumulto –este sí está perfectamente ordenado- de zapatos, destaca un singular adorno, es un tipo de pergamino que reza una frase muy apropiada: “Jamás te des por vencido”, la imagen de una rana presionando a más no poder el cuello de un gran pájaro que intenta comérsela, puede resultar graciosa e inocente, pero para alguien con el temple de don Carlos, significa muchísimo.
“La imagen yo la compré, aquí estamos luchando, los días y las noches han sido muy duros”.
Enfrentarse a tanta adversidad no ha sido para nada fácil, incluso hubo un momento en el que Carlos sintió que sus fuerzas ya no daban, pero una señal lo hizo seguir al pie del cañón.
“Mi fortaleza ha sido Papá Dios, el Soberano, estando aquí dos o tres meses después de haber iniciado la lucha yo le entregué todo, me sentía agobiado, estresado, tenso. Doblé rodillas, puse todo en manos de Él, y caí en un tipo de letargo, cuando me desperté me sentí lleno de energía, revitalizado, ¡vieras que cosa más curiosa!, en eso se me vienen imágenes, especialmente cuando yo llegué aquí a los cinco años; en medio de recuerdos le dije a Dios “¿Tú me estás hablando Señor? Sé que vas adelante como poderoso gigante”.
Porvenir esperanzador
El abogado de Carlos le dijo que pronto se acabará toda esta situación y que probablemente haya una resolución positiva para él, luego de todo este proceso los dueños del lugar tendrán que brindarle una alterativa, es posible que lo indemnicen, aunque en este momento hay algo que preocupa más al zapatero: su salud.
Una tos seca y continua interrumpe el relato, es evidente que físicamente no está bien. Asegura que ha tenido que pagar médicos por aparte y que le han dicho que su estado actual es debido al frío que ha recibido madrugada tras madrugada.
“Siento una helazón en todo el cuerpo, a veces hasta toso sangre, si toda esta lucha termina de modo positivo para mí lo primero que deseo es mejorar de salud”.
Este artesano dedicado a mantener la tradición del trabajo en cuero, sueña con poder ampliar su negocio, tiene muchos planes, le coquetea la idea de trabajar pieles exóticas certificadas, actualmente utiliza simulación de ellas.
Por un minuto guarda silencio para después hacerme un comentario, se ve dubitativo: “quiero seguir luchando con las fuerzas que Dios me dé. Si conseguimos eventualmente lo que hemos conversado el abogado y yo, me tomo un descanso y pienso en qué hacer, quiero seguir con el oficio, aunque noto que ahorita a los clientes no les llama la atención el zapato bien hecho, el artesanal. Me he propuesto a seguir un año más (luego de la resolución), para ver cómo evoluciona el negocio”.
Estar cerca de Dios es otro de los propósitos que tiene, durante este tiempo no ha recibido el respaldo y compañía de quienes consideró estarían a su lado, han sido muy pocos los que le han brindado la mano; si reconoce que siempre aparece alguien en el camino para alentarlo: “nunca imaginé que tendría tanto apoyo por parte de personas desconocidas, se acercan y me dicen “te tenemos en oración”, “para atrás ni para tomar impulso”.
Estuvo congregándose en una iglesia, que dejó al poco tiempo, ya que no predicaban la verdad que él conoce, esa que ha escudriñado en las escrituras durante años y a la que le ha puesto especial importancia durante las horas que pasa despierto durante la noche.
‘¿Acaso hay algo imposible para mí?’ Reza un pasaje bíblico que llena de fuerza a Carlos, “yo lo creo”, dice.
Me muestra las biblias que lee y relee, estas no están solas, en medio de botas vaqueras y pegamento, sobresalen grandes torres de libros, es un devorador de letras e historias.
Pasadas las ocho de la noche de un sábado nuestra conversación culmina, Carlos Aguilera se queda igual que cada día: esperando que las horas pasen y que pronto todo mejore, ese es su anhelo diario. Por el momento sus grandes manos dirigen con delicadeza un suave pincel que tiñe de blanco unos malgastados zapatos, ya les arregló las plantillas y martilló las suelas.
Varios factores deben confabular para que Carlos continúe ejerciendo el arte que sale de sus manos, logrando así que muchos puedan usar diseños únicos que tendrán la gran historia de ser producto de una antigua tradición y de infinitas noches en vela.